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Estrella cantaora, cantante estrella.

Los flamencos se lo temían hace tiempo. Estrella Morente no podía ser una cantaora al uso. Sí, sí, ya sabíamos que siendo hija de Enrique Morente, el Picasso del flamenco, y con ese nombre de pila, “La Niña” no iba a acabar siendo una cantaora más, una artista conformista, una flamenca “corriente”. La heterodoxia, el riesgo, las inquietudes y el valor se le suponían. Al fin y al cabo, esas son la marca de la casa. Los flamencos (y los no flamencos) sabían además, que a todas esos “enriquecimientos”, El Ruiseñor de La Alhambra añadía sus propias virtudes: el carácter apasionado y reivindicativo, la afinación de lujo, esa voz increíble, una imagen espectacular...

Pero, si lo pensamos bien, aunque alguna vez nos pareciera que “solo” estaba cantando flamenco, lo cierto es que Estrella casi nunca cantaba “solo” flamenco.

La primera pista la dio en el escenario: nunca paraba quieta en la silla, siempre andaba dando vueltas entre los monitores y los micros para bailarse por tangos o por bulerías con el arte que manda la línea genética de su madre, la bailaora Aurora Carbonell.

El segundo síntoma estaba más escondido, era más sutil: incluso el cante más clásico y difícil siempre pareció quedársele corto, pequeño, inexpresivo; como si no bastase con hacer a fondo el cante de siempre y recrearlo con los melismas morentianos aprendidos en la casa de El Albaicín, entre palabra y palabra, entre acorde y acorde, a Estrella le gustaba meter otras cosas. Sus cosas. Un montón de cosas: unos tonos de fado por aquí, una sevillana suya por allá, la puñalada de un tango en un remate, el giro inesperado de una copla, una variación como de jazz, un requiebro de voz que vaya usted a saber quién lo inventó….

Pero el síntoma definitivo, la decisión crucial, su futuro definitivamente distinto, estaba seguramente escrito desde antes: siempre, desde niña, se vio que aquella niña rubia y flaca no solo “iba para artista” sino que tenía temperamento de artista; que las tablas en vez de imponerle respeto o de paralizarla le gustaban con locura; que hacía suyo cada tema que cogiera (ya fuera de su padre o de La niña de los Peines, las dos inspiraciones de su primer disco), que tenía la vocación, la intensidad, la afición, el corazón y la convicción de una intérprete/actriz.

La confirmación de todos esos vanos temores y cómicos temblores de los flamencos, flamencólogos, flamencólicos, peñeros, puristas, ortodoxos y japoneses en curso de inmersión jonda acaba de llegar a tus manos. El disco se llama “Mujeres”, contiene 13 homenajes a cantaoras, cantantes y actrices del siglo XX y demuestra que Estrella Morente es, además de una cantaora de una ductilidad y una largura fuera de lo común, una cantante sólida, convincente y convencida, una actriz creíble y una mujer más valiente que El Guerra (y no solo por reincidir y dejarse producir otra vez por ese perfeccionista de enfermedad llamado Enrique Morente).

Porque esta vez no se trata solo de un flamenco llevando canciones ajenas al flamenco a su terreno flamenco. Ya se sabe que los flamencos “ronean” de que un flamenco puede cantar flamenco hasta una guía de teléfonos. La Argentinita, El Chaqueta, Chano Lobato, Carmen Linares, José Mercé, Mayte Martín, Diego El Cigala y muchos otros han demostrado ya que eso es básicamente verdad y que, claro, hay suerte y grados de “aflamencamiento” dispares. El camino contrario, que un cantante no flamenco cante flamenco fetén, ni se discute aquí porque resulta física y metafísicamente imposible (aunque Lola Flores se acercó mucho al milagro).

Pero muy pocas veces en la historia del flamenco habrá pasado lo que sucede con Estrella Morente en “Mujeres”: por un lado, oímos a una espléndida cantaora, de flamencura irreprochable y que arriesga al máximo en estilos de gran dificultad; por el otro lado (¡que resulta que es el mismo!) escuchamos a una cantante segura, espléndida, que pone pasión, intensidad y precisión y ataca sin el menor reparo registros sonoros de muy distinta naturaleza.

Por empezar por el principio, la Estrella cantaora deja para los flamencos más exigentes (y/o quejitas) media antología de su mejor cante jondo: dos tarantas –una de ellas dedicada a Carmen Linares- tocadas por la gracia genial de la guitarra de Rafael Riqueni-; una soleá dedicada a Pastora Pavón, La Niña de los Peines, que fue grabada en directo en el teatro Español con el acompañamiento de su tío Montoyita; unas inéditas bulerías de Cádiz con las que recuerda el magisterio de La Perla de Cádiz (y en las que debuta en solitario a la guitarra su hermano Enrique, de 16 años); unos tangos de Graná en honor de sus paisanas La Gazpacha, La Repompa y La Tía Concha, y una zambra exquisita y plena de la música y la morería que inyecta el veterano Grupo de Laúdes (y bandurrias) del Albaicín.

Para aquellos oyentes a los que el flamenco les da miedo, o repelús, o simplemente ganas de escuchar otras cosas, la Estrella cantante se atreve sin titubear con tres tangazos que son cumbres del siglo XX (y que demuestran otra vez, sí, que Dios es argentino): “Volver”, de Carlos Gardel, en la misma versión ya oída por todos en la película de Pedro Almodóvar y que Estrella dedica, por supuesto, a su “playbackista” preferida, Penélope Cruz; “Nostalgias”, de Enrique Cadícamo, uno de los temas habituales en los recitales de la cantaora, que va a la salud de la vanguardista tanguera Susana Rinaldi; y “Vuelvo al sur”, de Astor Piazzolla, intenso reconocimiento al reciente “regreso al sur” de Rocío Jurado (el primero con la ligera guitarra jerezana de Alfredo Lagos; los dos últimos, al son del piano jondísimo del argentino Leo Sujatovich).

Pero hay más. Para agradecer la inspiración de su admirada Nina Simone, Estrella no se arruga al bordar en francés (con perfecto acento granaíno) el emocionante himno romántico-generacional de Jaques Brel, la celebérrima “Ne me quitte pas”. La gran Chavela Vargas recibe su sentido homenaje en “La noche de mi amor”, en versión con final flamenquísimo al compás de Montoyita; y hay también sitio para la copla más fiel con el “Ay, Maricruz” de León, Valverde y Quiroga, pura memoria sentimental de España con bandurrias y sabor a posguerra, cuando, como recuerda Enrique, “los gatos volaban por El Albaicín para que la gente no se los comiera”.

El prodigio de cante y canción, como no podía ser menos en la muy lorquiana familia Morente, se cierra con un fragmento de “La Romería de Yerma”, maravillosamente acompañado por la renacida guitarra de Riqueni.

¿Pero entonces, qué? ¿Cantaora o cantante? Según su padre, productor y director artístico, Enrique Morente, no hay discusión posible: “Por muy peñeros y flamencólicos que nos pongamos, esto se veía venir. Ser cantaora y cantante a la vez es una cosa muy rara, yo creo que nunca antes había pasado, y no iba a ser yo el que lo censurara… He tratado de ponerme a ser un padre facha y represor, pero ella ya es mayor que en el disco anterior, y yo tampoco me iba a contener… ¡Cuando una cosa brota…! Ella lleva dentro las dos cosas, y yo no podía frenarlo. ¡Si todavía nos hemos dejado fuera a Victoria de los Ángeles y a Amalia Rodrigues!”.

Notas: MIGUEL MORA

Su sitio web oficial: http://www.estrellamorente.es/


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